lunes, 25 de junio de 2012

Todo lo que pretendía era un espacio...






Cuando todo lo que amaba  pretendió no formar parte de su universo. Tuvo que inventarse otro Dios, tuvo de inventarse otro cielo, otra manera de tenerla cerca. Sólo para que el amor y el resto de los demonios que le atormentaban permaneciesen en silencio. Maneras a prueba de falacias y desprecios, maneras a prueba de todo para no convertirla en humo y tormentos. Maneras que le ayudasen a vivir o le rescatasen de los pozos del infierno en los que parecía haber caído sin remedio alguno desde el mismísimo cielo... 



Y su única pretensión era un espacio entre el presente y lo eterno. Donde sobre las nubes blancas dibujando formas predominase el azul del cielo. Un sitio con una hierba muy verde sobre la que tumbarse para soñar despierto. Un día sin excusas ni reproches donde lo que el resto dijere u opinase no importara y dispuesto a sufrir y gozarlo todo...  a no dejar escapar un sólo día, un sólo momento y así poder vivir el resto de sus días sin sopesar consecuencias, sin arrepentimientos para que tomando lugar cualquier cosa que pudiere acontecer  ambos pudieren seguir teniendo el poder, el irrevocable derecho de continuar sintiéndose afortunados por haberse tenido el uno al otro como si no hubiere nada más importante, como si sus vidas hubieren quedado atrapadas en un sólo momento, en un único instante, en un beso, como si nada terminara, como si cada final fuere un nuevo comienzo... Y puede que no comprendáis la exuberancia del sentimiento que la pretende ni la debilidad que muestra el dolor cuando el amor aparece, pero créanme que para alguien enamorado esto es lo menos. Y puede que por eso mil días después todo lo que hace sigue teniendo que ver con ella... incluso esto.  Hubiere sido un motivo más que suficiente para inventarse otra manera de tenerla cerca, otro dios incluso otro cielo.


Y a veces el tiempo pasado y la vida le instigan a seguir la primavera como si todo lo vivido fuese tan intrascendente como para no echarle de menos, como si pudiere partirse en dos y renunciar a la mejor parte de sí mismo a cada momento, como si no hubieren sido de verdad sus besos. Y cada vez que se queda a solas con sus lamentos con sorna toda la tristeza que siente le incita a que despliegue sus alas y emprenda vuelo, porque si es verdad que nada es para siempre, puede que esté perdiendo el tiempo. Pero no hay espíritu gregario en su corazón ni en sus lágrimas. No tiene donde volar, si con el no reciben cobijo sus memorias y anhelos. Esos que hacen fabulosas las tardes de invierno y lluvias, su manera de querer sin recompensas y todo a lo que a ella es propenso...